ANALFABETOS
Cuando de chaval regresaba de vacaciones al pueblo, en el bar siempre había algún viejo labrador que requería mi ayuda para que le explicara lo que estaba leyendo a duras penas en el periódico y no acababa de entender. Quería saber el significado de algunas palabras, le molestaba que hubiera tantos puntos y comas. Cuando en medio de una trabajosa lectura se embarrancaba acudía en su rescate, y solo por eso creía que yo era un superhombre. Durante las prácticas de milicias en el cuartel, una de mis obligaciones consistía en enseñar a leer y escribir a algunos soldados llegados de la España profunda. Era una labor ardua, pero muy agradecida, sobre todo si al redactar las cartas a su novia ponía por mi cuenta las mejores palabras de amor. Después de tantos años, frente a la cultura digital me reconozco ahora en el viejo campesino iletrado o en el soldado del cuartel que al final del servicio militar sudaba y jadeaba a la hora de escribir una frase correcta. A menudo, hoy me toca a mí pedirle a un niño de 12 años que me resuelva el problema si el ordenador se atranca como un pollino de arriero y no obedece aunque lo aporree como se hacía con la radio. Entre la yema de los dedos y las tripas del móvil, de la tableta y del ordenador se extiende un espacio galáctico en cuya maraña la gente de cierta edad ya no se reconoce. La tecnología informática nos va convirtiendo poco a poco en analfabetos. En realidad somos ya los últimos mohicanos de un mundo analógico que desaparece. Pese a todo, la incultura digital nos reserva todavía alguna ventaja. Libre de la tiranía y la basura de las redes, sobrevolando semejante albañal, uno se siente en cierto modo incontaminado, feliz de no tener aplicaciones y de manejar las cuatro reglas del ordenador como un juguete de niño, con la agradable sensación de vivir flotando al margen ya de la historia.
MANUEL VICENT, El País, 9 de diciembre de 2018
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